Marcus García, investigador postdoctoral en ciencias farmacéuticas, metió las manos entre un contenedor repleto de residuos. Allí estaban, como si una ola los hubiese escupido directamente a Albuquerque: botellas deformadas, redes de pesca, un cepillo de dientes, una taza con un personaje de Pokémon y un GI Joe maltrecho. En medio de todo eso, sus ojos se iluminaron.
—¡Sí! —exclamó mientras levantaba triunfante una punta de pipeta desechada—. ¡La encontré!
A simple vista, aquel fragmento de laboratorio no parecía más que otro trozo de plástico más en la montaña de basura. Pero para García, era un símbolo inesperado. Esa punta de pipeta la habían encontrado él y su equipo el verano pasado, durante una expedición a una playa remota en Hawái. Estaba prácticamente intacta, pese a haber pasado probablemente años degradándose bajo el sol, las sales del océano y el ozono. Era, además, un objeto que él —como miles de científicos en el mundo— usaba a diario. Verla ahí, fuera de contexto, removió algo profundo.
La paradoja del conocimiento
La escena tiene algo poético y paradójico: un científico especializado en salud, entrenado para mejorar la vida humana, enfrentado a los efectos secundarios del progreso que representa. En su entorno cotidiano, esa punta de pipeta es sinónimo de precisión, descubrimiento y avance. En una playa remota, es símbolo de desecho, exceso y contaminación.
La basura que recogieron en esa playa no fue seleccionada al azar. Formaba parte de un esfuerzo coordinado para estudiar el impacto del plástico en el medio ambiente y su posible relación con contaminantes emergentes, muchos de ellos invisibles a simple vista pero peligrosos en el tiempo. Cada objeto era recolectado, etiquetado y, más tarde, analizado para entender no solo su composición, sino su historia.
Un nuevo tipo de arqueología
El trabajo del Dr. García y su equipo se asemeja más a una arqueología moderna que a una investigación de laboratorio tradicional. Exploran los rastros de nuestra civilización en el entorno natural: objetos cotidianos que viajan miles de kilómetros, moldeados por las olas, el viento y el abandono.
Muchos de estos plásticos vienen acompañados de compuestos químicos con los que interactúan durante su largo trayecto. El equipo estudia cómo esas sustancias pueden adherirse a los plásticos, penetrar en la cadena alimenticia y, eventualmente, llegar hasta nosotros. Una investigación urgente, si consideramos que el plástico ya ha sido hallado en aguas profundas, en el aire que respiramos, e incluso en placentas humanas.
Un recordatorio en miniatura
La punta de pipeta que García alzó como trofeo no tenía valor material. Pero como símbolo, lo decía todo. Representaba la conexión —a veces invisible, pero constante— entre lo que hacemos dentro de un laboratorio y lo que ocurre fuera de él. Entre ciencia y conciencia. Entre lo útil y lo descartado.
Ese día, en el sótano de la Universidad, Marcus no solo encontró un pedazo de plástico. Encontró un recordatorio. De que la ciencia, por más noble que sea, también tiene residuos. Y que parte del reto del siglo XXI será aprender a cerrar el círculo: crear conocimiento sin dejar basura.